Castilla y León celebra este lunes 23 de abril su fiesta grande: Villalar o el “día de los Comuneros” como se dice en estos pagos. Con tal motivo, se reúnen en la Campa de Villalar unos cuantos políticos, bandera en ristre, para defender no se sabe qué sentimiento de unidad y autonomía (nacionalismo tan encubierto como absurdo) que esta Comunidad Autónoma no tiene. De todos los acontecimientos históricos que podían haberse elegido para celebrar el día de la Comunidad, se eligió uno que, ni se entiende, ni representa a la totalidad de las provincias. A pesar de esto, se nos mete con calzador una celebración que, al parecer, ensalza la democracia, la Comunidad Autónoma y no se sabe cuántas zarandajas más, en boca de esos políticos iluminados que, henchidos de “emoción patriótica”, pretenden insinuar que Padilla, Bravo y Maldonado estuvieron a un “tris” de fundar, en pleno siglo XVI esta nuestra comunidad. Esta es una de las tristes consecuencias del Estado de las Autonomías: las reiteradas e inmisericordes patadas a la Historia de España. La realidad de los hechos no parece importar, y en su lugar se inventan cuentos de hadas para que cada cual arrime el ascua a su sardina.

Y así nos va. Con un país a la deriva, en crisis constante y al que se le va privando, para satisfacer oscuros intereses políticos, de su rica y compleja historia. Por eso quiero, como desagravio, y para intentar aclarar un poco todo lo que rodea a esta fiesta de Villalar, que la mayor parte de la población desconoce, resumir la realidad histórica de la revuelta de los comuneros de Castilla.

Como diría una buena novela, todo empezó el 19 de septiembre de 1517. El príncipe Carlos de Gante tocaba suelo español rodeado por sus consejeros, llamados “extranjeros” por los castellanos.

Antes de su llegada, se habían desarrollado, tanto en Castilla como en Bruselas todo tipo de intrigas para ocupar el trono vacante desde que la reina Juana, injustamente bautizada como “La Loca” fuera inhabilitada . En Castilla existía una cierta oposición al prícipe, capitaneada por su propio abuelo, el rey Fernando, que prefería a su hermano, también llamado Fernando y, al contrario que el príncipe, educado en Castilla. La muerte del rey favoreció al bando flamenco que proclamó, en la iglesia de Santa Gúdula (Bruselas) a Carlos como rey de Castilla y Aragón, algo totalmente ilegal, pues la reina legítima seguía siendo Juana I. Este casi “golpe de estado” provocó varias algaradas en las ciudades castellanas y entre algunos nobles. Sólo la contundencia y carisma del regente, el Cardenal Cisneros, pudo contener en esa ocasión lo que amenazaba con convertirse en una guerra civil. A pesar de la supuesta calma, desde el regimiento de Burgos partió una llamada a todas las ciudades con representación en Cortes para realizar una ayuntamiento entre ellas y hablar de la situación: el nombramiento de Carlos era ilegal, la reina era Juana y sólo las Cortes podían ratificar el nombramiento real.

Así estaban las cosas cuando la flota de Carlos llegó a Tazones. Como necesitaba reforzar su autoridad y legalizar su nombramiento, convocó Cortes en Valladolid en 1518. Allí, tanto la nobleza como el clero le ratificaron sin problemas, pero los procuradores de las dieciocho ciudades con representación en Cortes pusieron sus condiciones, entre las que estaban la prioridad de los derechos dinásticos de la reina madre y el nombramiento de cargos, oficios y privilegios entre los castellanos, no entre extranjeros. Carlos prometió, fue finalmente ratificado y, claro está, no cumplió. Los flamencos coparon los principales cargos, marginando (y cabreando, claro) a la nobleza castellana y a las oligarquías ciudadanas.

Tras su ratificación en Castilla, Carlos partió hacia Aragón cuatro meses después para conseguir lo mismo, dejando Castilla en manos de los flamencos. Esto, unido a las tensiones anteriores, no resueltas del todo, las malas cosechas, y la mala situación económica, fue encendiendo cada vez más los ánimos.

Para colmo de males, el abuelo paterno de Carlos, el emperador Maximiliano, había muerto por entonces, y el joven rey era el principal candidato a sucederle. Carlos movió sus hilos y, estando aún en Barcelona, recibió la noticia de su elección como Emperador de los Romanos (Sacro Imperio Romano) Esto suponía que tenía que partir de inmediato a Aquisgrán para ser coronado y pagar los gastos que suponía su elección, sobornos incluidos. El dinero para cubrir dichos gastos saldría, claro está de sus reinos; sobre todo de Castilla, en la que volvió a convocar Cortes sin haber pasado el plazo legal para hacerlo (tres años entre convocatorias).

Estando el patio tan revuelto, aquella convocatoria sólo contribuyó a empeorar las cosas. Era un reunión precipitada, para cumplir con un objetivo que Castilla no podía entender, y para mayor INRI, en una ciudad muy alejada de todo el meollo del cabreo: La Coruña. Además, ya desde las Cortes anteriores, Toledo había iniciado, de forma aún sutil, la rebeldía, mandando un regidor y un jurado al gobierno flamenco de Carlos para insistir en el cumplimiento de las peticiones hechas en las Cortes de Valladolid. No contó con el apoyo del resto de ciudades castellanas, a pesar de considerar que Toledo tenía razón y el gobierno no les hizo ni caso, de modo que decidieron aprovechar aquella nueva convocatoria de cortes para recabar apoyos y hacer un frente común ante los flamencos. Estos lo sabían y decidieron presionar de mala manera a las ciudades castellanas para que eligieran procuradores prorrealistas y manipulables. Toledo se negó y los flamencos expulsaron a los procuradores de la ciudad imperial de las Cortes de La Coruña. El rey, además, amenazó a la ciudad, pidiendo que el regidor, Juan de Padilla se personara en la corte para ser castigado.
Ante estos hechos, Toledo se reveló y Juan de Padilla se convirtió así en el primer líder comunero. Esta es la primera razón histórica por la que la fiesta del 23 de abril es absurda, pues el movimiento comunero estalló en Toledo, ciudad que no forma parte del territorio de la actual Castilla y León.

Volviendo al siglo XVI, mientras esto ocurría en Toledo, en La Coruña, los procuradores del resto de ciudades con representación en Cortes, a pesar de ser supuestamente favorables a Carlos, trataron de hacer ver el descontento general. A pesar de las quejas, accedieron finalmente (con alguna que otra amenaza, sin duda) a darle al rey 200 maravedíes para colmar sus aspiraciones al trono alemán. La contrapartida era que el joven rey nombrara en su ausencia a un regente castellano, pero Carlos volvió a faltar a su palabra, dejando a Adriano de Utrecht, su preceptor como regente.

Y se armó, claro. Los segovianos se amotinaron, ajusticiaron sin más historias a su procurador en las cortes y destituyeron a las autoridades regias, comenzando así la guerra civil. El resto de ciudades de la Castilla de entonces, que era toda España salvo el Reino de Navarra y la Corona de Aragón, se levantaron en armas. Las ciudades de la meseta fueron las más radicales (lo que hoy son las dos Castillas), incluida León, mal que les pese a algunos, mientras que en las del sur el movimiento tuvo un carácter de lucha de clases, pues existía un mayor control de la nobleza sobre las ciudades.

Para intentar sofocar la revuelta, el ejército real atacó e incendió Medina del Campo. Esto provocó que Toledo impulsara el carácter político de la revuelta, llamando a todas las ciudades con representación en Cortes a constituirse en una Junta Magna como alternativa al rey, lo que suponía una ruptura institucional con él.

Los comuneros se sentían legitimados en su ruptura pues los principales derechos a la Corona de Castilla los tenía la Reina Juana, con la que se reunieron en Tordesillas el 29 de agosto de 1519. La reina les dio su aprobación para desarrollar su proyecto político, que no era, como insinúan algunos políticos iluminados de estos siglos, alcanzar la democracia, si no limitar un poco el poder del rey, o lo que es lo mismo, reforzar el papel de las Cortes para que participaran e intervinieran en los asuntos del reino. El rey reinaría y legislaría, pero sus leyes se legalizarían con la participación de las Cortes. Toda una revolución, sin duda, para aquellos tiempos, pero que realmente ya ocurría en la Corona de Aragón. Es decir, ni se inventó nada, ni el movimiento pretendía una ruptura institucional. Sólo querían renovar un antiquísimo contrato medieval: un gobernante justo y que buscara el bien común merecía la lealtad de sus súbditos. Caso contrario, lo justo era que estos le derrocaran. Los comuneros no fueron unos visionarios como muchos pretenden hoy en día. Más bien querían volver a los ideales de tiempos pasados.

La Junta Magna intentó, no obstante, ejercer el gobierno de Castilla, pero desde el principio contó con la oposición de la alta nobleza y de sectores moderados de las ciudades, que se unieron al bando realista. Para colmo, algunas ciudades comenzaron a mostrarse reticentes.

En 1520 Burgos, que tenía intereses comerciales en Flandes, abandona el movimiento. Con ella pasaban al bando real Santander, Laredo y Bilbao, que dependían de los intereses comerciales de Burgos. Al problema que esta escisión provocó se unieron las incipientes luchas de clases dentro del propio movimiento: artesanos, jornaleros y pequeños comerciantes, que nunca habían tenido acceso al gobierno de sus ciudades, empezaron a pedir más derechos, mientras que los líderes comuneros insistían en defender los suyos propios como miembros de la nobleza urbana. Por otro lado, los campesinos del alfoz de las ciudades, también se sentían discriminados ante estas y comenzaron a amotinarse, contra esta oligarquía urbana y, sobre todo, contra sus propios nobles rurales, de los que pretendían independizarse.

Esto último provocó que la nobleza castellana se uniera definitivamente al bando realista, sofocando las revueltas campesinas y aportando al ejercito real sus propias mesnadas. En diciembre de 1520 el ejercito del rey tomó Tordesillas, obligando a la reina Juana a retirar la legalidad a la Junta Magna, lo que provocó la última desbanda de juristas y caballeros hacia el bando real. Esto precipitó los hechos y, finalmente, el 23 de abril de 1521 en Villalar, los comuneros fueron estrepitosamente derrotados. Sólo Toledo se mantuvo rebelde unos meses más antes de sucumbir.

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En definitiva: esta fiesta de Villalar es una tontería. No se pretendía nada de lo que ahora cuentan los políticos interesados, más que nada en esa “Fundación Villalar” que tan buenos dividendos les proporcionan. El movimiento afectó a toda la Castilla de entonces, no sólo a la Castilla y León de ahora y, básicamente, fue un intento de aumentar la influencia y el poder de las ricas oligarquías urbanas frente a los que conformaban el nivel más bajo de la sociedad, pequeños artesanos y campesinos, que siguieron tan fastidiados como siempre. De defensa de la democracia, nada de nada. Entre otras cosas porque, en el siglo XVI hablar de tal cosa era marciano.

Por eso UPyD Castilla y León nunca ha apoyado esta fiesta absurda. Incluso se han propuesto otras fechas, como es el caso del 18 de abril. Tal día como ese, en 1188, Alfonso IX de León convocó, en la Basílica de San Isidoro de León a los llamados entonces “hombres buenos”, o lo que es lo mismo, a esa incipiente oligarquía urbana que por primera vez intervenían en los asuntos del reino. Estas primitivas cortes, que luego copiaron el resto de monarcas peninsulares, darían lugar a lo que hoy son los parlamentos europeos. Esta es, sin duda, una celebración mucho más lógica y beneficiosa para todos.

Villalar tuvo su importancia en su momento, pero celebrar aquella derrota, ni es objetivo, ni generará nunca sentido de comunidad.

 

 


Artículo publicado en el blog «De cultura y otras historias« por «María José Calvo Brasa»