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Desde hace muchas lunas se ha convertido en un tópico un concepto dañino que debemos aprender a repudiar. «políticamente correcto» es una expresión que ha traspasado fronteras y ha invadido el ideario colectivo en sentido diferente del original. Cuenta Eduardo Haro Tecglen en su «Diccionario Político» (Planeta, 1995) que en sus inicios era una expresión peyorativa (jerga del partido comunista para aprobar cualquier teoría «apropiada»), pero posteriormente pasó a designar una estrategia para tratar de incorporar a votantes procedentes de minorías discriminadas por sexo, raza, color de la piel o discapacidad («vertically challenged» para los enanos de estatura). La idea en si es profundamente discriminatoria porque asume la necesidad de distinguir al diferente, en lugar de aceptarlo como es. El problema no es ser bajito, sino verse discriminado por ello y cuando inventamos términos para resaltar las diferencias no hacemos más que subrayarlas.

Progresivamente la cosa fue empeorando (larga y penosa enfermedad, tercera edad, en vías de desarrollo, daños colaterales, etc.) y en Europa se instauró la moda del buenismo a ultranza, del respeto reverencial a la autoridad no discutida, de la afiliación obligatoria a lo ortodoxo y del «hoy por mi y mañana por ti». Alfonso Alonso reprochó severamente a Rosa Díez, que se quejaba por haber quedado fuera de todas las comisiones del congreso a pesar de tener los mismos escaños que el PNV y más votos que CIU, «porque no le había llamado previamente para pedírselo» (el clientelismo al que están acostumbrados los partidos reinantes llega a extremos grotescos, como se puede ver). Los políticos se fueron adueñando poco a poco de la expresión incorporando un sentido bastardo al término. ¡Respetémonos unos a otros por lo que en el futuro pueda pasar! (¡qué es eso de llamar déspota a Gadafi, asesino sanguinario a Bashar al-Assad o dictador a Fidel Castro).

Yo reclamo lo políticamente incorrecto, en estos tiempos en particular, para designar a las cosas por su nombre y hacer hincapié en lo que se desea cambiar. En aras a un relativismo moral indecente, se evita señalar a las personas deshonestas escondiendo lo conocido y callando lo demostrado. Los banqueros están saqueando los países, los políticos profesionales pervierten la voluntad de sus votantes, los corruptos sin escrúpulos arramblan con todo lo que pillan y las autoridades públicas ¡llaman a la desobediencia civil! (Generalitat de Catalunya).

Cuando Mariano Rajoy traiciona el programa electoral por el que recibió más votos que los demás opositores está cometiendo una estafa a la ciudadanía; cuando el gobierno saliente cuelga medallas al saliente está cometiendo una indignidad; y cuando los políticos encausados por la justicia presumen de la incapacidad de la administración judicial para entrullarlos (Carlos Fabra -líder del PP de Castellón- se declaró muy satisfecho tras ser absuelto de graves delitos fiscales por prescripción temporal) deben sonar todas las alarmas cívicas y la sociedad responder como corresponde.

Seamos irreverentes, pero educados. Exijamos nuestros derechos con firmeza, pero con corrección. Acabemos con los tabús. Exijamos que los problemas se aborden por orden de prioridad para el ciudadano. Obliguemos a que la responsabilidad política sea mucho más dura que la legal. Llamemos a las cosas por su nombre, pero sin insultar. Seamos asertivos, seamos conscientes de nuestros derechos: seamos ciudadanos.