Agua sin ley, Foto de Oza

La abuela le tenía mucha ley. Era un buen hombre, decía ella. Pero cuando le asomaba el genio por el semblante le temía. Mejor dejarlo solo. Pero eso era antes, a los pocos años de la boda. Luego ya, con la jubilación, como que se amonó bastante. Era llevadero. “Yo me apañaba bien”, decía con retintín la abuela Reme. Pero un día a ella le dio un vaido en la calle y que me voy, que me voy, que me voy…total que se cayó todo lo que era de ancha contra la acera. Los dos chavales que jugaban al lado exageraron mucho, evidentemente, cuando declararon: “sonó como una bomba”. Cosa de niños. Al entierro el abuelo Rufino no quiso ir. “Me aturulla tol mundo y no se qué decir, paso mal rato”, dijo. Y no hubo manera. Se quedó en casa con su navaja portuguesa de mango plateado que le traje del viaje de novios a Coimbra. Todo se volvía ciscar en trocitos de madera para hacer figuras: tenía mil. Desde lo de su querida Reme mataba así el tiempo. Pero le fallaba ya la memoria y un día perdió la navaja. Y se le veía dando vueltas por el pueblo, aquerenciado a los bancos de piedra, cabizbajo, triste y apesadumbrado. El domingo, a la anochecida, no aparecía. Sin alma por las callejuelas medio en llanto, me temía lo peor. Yo no sabía que hacer con aquel papel que había arrancado nervioso de la pared del ayuntamiento. De pronto lo vi derrengado en el sentajo de granito de la fuente vieja. Tenía entre las manos una R de madera a medias de esculpir. Le grité ¡abuelo, abuelo, la han encontrado!. Pero ya no respiraba.

 


Texto y foto | OZA