gordolobo

Esta historia está basada en hechos reales. Sucedió el día del santo patrón del último año de la crisis junto al rio con cuerpo de hombre cuando pasa por su monte mayor.

A los pies del inexpugnable castillo, junto al puente de piedra, un par de trotamundos narraban historias de gordolobos que todos escuchábamos con ojos bien abiertos.

Un reconocido médico, nieto de aquel arroyo, hombre de campo y ciudad, había logrado atrapar un par de gordolobos de edad avanzada. De sus llamativas espigas amarillas separó las corolas junto con los estambres y apartó los cálices. Dejó secar los primeros a la sombra y preparó unas tisanas con las que sanó a varios bronquíticos y asmáticos crónicos que la medicina oficial daba por incurables.

Como buen cirujano, colocó en las palmas de sus manos las grandes hojas de la roseta basal que crecen a ras del suelo y las depositó sobre un altar de granito envejecido. Finamente las machacó e introdujo en leche de cabra y cuando hubo terminado esta tarea las colocó sobre la ulcerosa herida de un montañero que ya no podía andar. A los tres días, el lesionado agradecido envió una postal al médico informándole que la herida apenas se apreciaba sobre su maltrecho cuerpo.

Como el citado galeno todo lo aprovecha, guardó el tronco y la raíz de los verbascos -que también así se llaman los gordolobos en la vieja meseta- y enderezó sus tallos hasta que quedaron tiesos como una vara, dejándolos secar hasta que se hicieron tan fuertes como un roble. Con la maestría de un experto ebanista y como hombre del Renacimiento fabricó dos bastones cuyas dimensiones guardaban exactamente las proporciones aúreas que siempre deben existir entre humanos y artilugios.

Custodió las dos obras de arte en lugar seguro hasta que las regaló el día de San Javier y Santa Yolanda a sus mejores amigos para que no sufrieran los terribles esguinces de los montañeros y además les sirvieran como arma defensiva frente a los lobos y otras muchas alimañas que tanto abundan por oeste de la piel de toro.
Como tanto nos gustaban estas historias de gordolobos y nuestra propuesta era recorrer completamente la ruta de los miliarios, todos fueron haciendo nuevas aportaciones. Un economista, que a la menor te suelta el rollo de un nuevo modelo económico llamado fractal, propuso venderlos en el rastro a diez euros la unidad. En ese momento, el resto, a coro, dijo que mejor a cinco por eso de la crisis. Y de puente a puente sigo porque me lleva la corriente y nos encontramos con el miliario.

Camino de vuelta y cuando la paella de la excelente mesonera mayor olía desde un par de kilómetros, el responsable de custodiar el divino bastón se dio un golpe en la frente recordando que no lo tenía amarrado a la muñeca como era su costumbre. La duda le saltó al instante, ¿lo dejamos para que otro lo aproveche o retrocedemos para buscarlo?. Como su fiel escudero no se lo pensó dos veces, salieron a toda pastilla para recuperarlo. Y allí, al final del camino, al lado del puente de la Malena, lo encontramos tranquilamente hablando con un avellano, ¿de qué hablarían?

Bien amarrado el gordolobo volvimos al pueblo cuyo “eslogan” es “bienvenidos al paraíso”. Se hizo tan tarde que solo quedaban algunos granos de arroz en la paellera pero estábamos muy satisfechos, habíamos recuperado nuestro verbascum thapsus.

 


Texto | Chibus
Foto | Brindis al sol de Manuel Martín Vicente bajo licencia CC