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El enfrentamiento que se vive en Castilla y León en relación con los recortes económicos a la minería del carbón es un grave problema social, un drama humano y un ejemplo perfecto de incompetencia en la gestión. Técnicamente es una situación de conflicto en la que típicamente se dan los requisitos de «discrepancia de opinión» entre las partes y «escasez de recursos» para contentar a todos. El tercer componente necesario en un conflicto, el «equilibrio de poder» entre los discrepantes, se está generando rápidamente mediante una fuerte escalada de protestas y actos vandálicos por parte de los mineros que pretenden aumentar su poder de negociación frente al siempre prepotente aparato del Estado. Este conflicto -como todos- aparenta ser irresoluble, asocia un fuerte componente emocional e incorpora una gran carga de subjetividad que dificulta la generación de propuestas de solución.

La escalada del conflicto, latente desde hace mucho tiempo, se ha desencadenado tras el anuncio por parte del Ministerio de Industria de una disminución drástica de las ayudas al sector (64%) en los Presupuestos Generales del Estado para este año. Los mineros se aferran a razones contundentes para rechazarlo: cumplimiento estricto del Plan del Carbón 2006-2012, ausencia de alternativas económicas en la zona, carácter estratégico de la extracción del mineral, problema social y personal sobrevenido, desarraigo cultural de toda una región, etc. El Gobierno, por su parte, propugna como razones irrebatibles la difícil situación económica que vive todo el país y obliga a compartir sacrificios económicos, el fuerte impacto medioambiental de un recurso energético no renovable, la nula rentabilidad económica de la actividad (siempre hemos tenido problemas para competir en los mercados internacionales con el carbón nacional) y la prohibición europea a toda ayuda pública a la extracción del carbón en 2018. En todo caso, la escalada de un conflicto siempre es indeseable, porque puede conducir rápidamente desde un desacuerdo responsable inicial a una estrategia de ojo por ojo final que empeore notablemente la de por si compleja situación.

Existen múltiples alternativas para afrontar situaciones de este tipo, pero las más interesantes oscilan entre encontrar una solución de compromiso (las partes obtienen resultados, pero realizan concesiones) y lograr un acuerdo de colaboración (las partes maximizan resultados), opción inviable por el momento dada la torpeza negociadora de los implicados. Los sindicatos solicitan diálogo a la autoridad gubernamental y el ministro José Manuel Soria afirma que está permanentemente abierto a hablar con la contraparte. Esta paradójica situación muestra claramente la ineptitud de los protagonistas del conflicto que se erigen en campeones de la incomunicación. Detrás de un conflicto siempre subyace un grave problema de comunicación.

Los conflictos son un resultado natural, e inevitable, de las interacciones entre humanos y se deben gestionar. La gestión de conflictos, como no podía ser de otro modo, es un componente esencial de las habilidades directivas que debe poseer todo gestor y en mayor medida cuanto mayor sea la responsabilidad del mismo. El clamoroso fracaso de los políticos actuales para enfrentarse a situaciones difíciles tiene aquí un ejemplo paradigmático. Los sucesivos planes que buscaban -desde 1985- evitar lo que está sucediendo han fracasado estrepitosamente en su objetivo de generar un nuevo modelo de desarrollo integral y sostenible de las comarcas mineras y ello es responsabilidad -al 50%- de los dos grandes partidos que se reparten el poder desde entonces. La competencia de los gestores de lo público solo ha servido para postergar el problema. Una permanente inyección de dinero público y unas cuantas prejubilaciones es todo el resultado de la estrategia política patria para el problema del carbón. Atrás quedan declaraciones, documentos y discursos tan bien intencionados como inútiles.

La desafortunada sobreactuación de los mineros, con la coartada emocional del sufrimiento que espera a sus familias, también está contribuyendo a convertir en una desgracia lo que solo debería ser un problema. En un momento en el que muchos sectores de la economía española, tradicionalmente competitivos, sufren una tremenda crisis y las personas sin trabajo se cuentan por millones resulta inaceptable la decisión de sostener posturas intransigentes y buscar como arma de negociación el insulto, la pedrada y la desestabilización social. La postura populista de la autoridad autonómica, y los alcaldes populares de la zona afecta, no ayuda en absoluto a mejorar el estado de las cosas.

Aún a día de hoy la propuesta de un debate energético serio y riguroso que culmine con la elaboración de un Plan Energético Nacional integrado en el contexto europeo es una entelequia, y la transición a un modelo sostenible que disminuya nuestra fuerte dependencia de los combustibles fósiles parece imposible. La apuesta siempre debió ser, sin tapujos, el cese de las subvenciones a la minería del carbón y el cierre de las explotaciones ineficientes, con inversiones en economía productiva en las zonas afectadas (no en prejubilaciones) que permitieran una salida a las personas que viven en la zona.