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Aquellos tres jóvenes quelonios vivían pacíficamente en un pequeño río limpio junto a su familia testudinae. Esta familia de más de 250 millones de años mermaba continuamente por culpa directa del Homo Sapiens. De estos saurópsidos, solo se sabía que eran cortos de vista y duros de oído; su olfato, magnífico, solo comparado con su desarrollado tacto. Del gusto, apenas se sabía que la nueva cocina no estaba hecha para ellos. Sus tremendas y afiladas garras nunca fueron empleadas frente al enemigo; para defenderse, simplemente se acorazaban. Eran muy tímidos. Su lentitud exasperante podría haberlos llevado al cielo de los galápagos, pero por fortuna, el maquinista que iba conduciendo la excavadora los vio y paró motores; descendió y los salvó de la muerte segura. Posteriormente los metió en un saquito y los trasladó a la ciudad. Allí, en su jardín, estarían más seguros. Cada tres días les daba una salchicha Frankfurt y llenaba un cuenco con agua para que se sintiesen como en casa. Estas tortuguitas agradecidas le miraban a los ojos en señal de agradecimiento. No obstante, fueron creciendo, su concha oscura, se tornaba blanca por exceso de cloro, perdían vitalidad y alegría. El hombre salvador, preocupado, comentó esto con un aldeano y este le respondió que sin duda era la “ansión”. El capitalino, que desconocía esta “enfermedad”, la buscó en Internet y encontró que era lo mismo que morriña o saudade. Inmediatamente, los devolvió a su pequeño río limpio. Ahora, cada año los visita, salen del agua, se saludan, charlan un rato y vuelven a zambullirse. Esto demuestra la consciencia de los quelonios, algo que siempre han estado buscando los biólogos y aún no habían encontrado. Humanos no inhumanos, cuidad de las tortugas milenarias para que puedan convivir en esta tierra otros 250 millones de años.

 


Texto | Chibus
Foto | José Pérez Mateos