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La administración de lo público requiere determinados conocimientos y ciertos valores, particularmente en el último escalón de mando (los políticos). Implica, ciertamente, conocimientos de variada índole como la destreza en la gestión, la capacidad de dirigir grupos humanos o la posesión de habilidades comunicativas, pero también implica valores éticos, integridad en el desempeño de sus funciones, conciencia social y compromiso con lo público. En general, no es necesario para gestionar la cosa pública ser un especialista en la materia de que se trate (parques, carreteras o deportes), pero si es imprescindible ser capaz de liderar a las personas en sus tareas, tener la capacidad de comunicarse asertivamente con los empleados públicos y conocer las bases técnicas de los sistemas de gestión y calidad. También es necesario comprender que la ética pública es una manifestación de la ética general y que el plano de lo ético no se relaciona en absoluta con el de lo jurídico.

La ética pública es un tema permanente, que hoy aparece reforzado ante el deprimente espectáculo que ofrecen todos los días a los ciudadanos algunos de sus representantes públicos. Nuestra cultura ciertamente es peculiar, porque así como en Estados Unidos con motivo del Watergate en 1978 se planteó una gran discusión social sobre el tema, en España la participación de los primeros estadistas del país en crímenes de estado, el obsceno saqueo por parte de los poderosos de las arcas públicas o la flagrante vulneración de las leyes por los propios legisladores no conduce más que a la charla de bar o el exabrupto callejero. Últimamente, eso sí, se han producido ciertos movimientos sociales, muy marginales pero con gran repercusión mediática, que han dado un soplo de aire fresco a nuestra desvirtuada democracia.

La ética pública, a mi juicio, se relaciona con la búsqueda proactiva del bien común, con el respeto a las personas y con la capacidad de gestionar lo que es de todos. Ello obliga a la presencia de valores como la integridad, la eficiencia, la responsabilidad, la objetividad, la transparencia, la honestidad y la sensibilidad ante el sufrimiento de los ciudadanos sin los que su existencia social carecería de sentido (en la isla de Robinson Crusoe no hay política ni bien público, no hay vida social). Los responsables públicos no deben solamente practicar estos principios, sino apoyarlos, protegerlos y fomentarlos con su liderazgo y su ejemplo. En la vida real, sin embargo, nos encontramos con la falta de valores, el individualismo feroz, el ejercicio de la autoridad por parte de los expertos con poder, el egoísmo, la falta de de control y de transparencia sobre lo que es de todos, la frecuente externalización de servicios en el sector público y la desmoralización de los ciudadanos.

No creo que esté de más decir que en lo referente a lo público solo se deben aceptar méritos objetivos en el currículum (objetividad), que los decisores sobre las cosas de interés común tienen responsabilidad moral, antes que jurídica, sobre sus actos, que en todas y cada una de las actuaciones que afectan a los ciudadanos (salvo casos extremos) la transparencia es ley natural; pero yo creo que estas cosas tan obvias son las que más es necesario airear.

La tan cacareada reforma administrativa que necesita nuestro país no será posible sin un cambio político en profundidad y ello solo será posible tras una batalla (democrática, espero) en la que haya ganadores y perdedores, conflictos y luchas de intereses. Yo estoy dispuesto a pelearlo, ¿y tú?