Foto de José C. Lobato [Ariasgonzalo]

Avarito había germinado en el secano de la pedregosa tierra castellana. Hijo de la postguerra, creció con gran carencia de medios. En su escuela rural, la estufa de leña solo calentaba las primeras filas y para premiar el esfuerzo, el maestro colocaba a sus alumnos por orden de aciertos. Avarito siempre era el primero. Sus padres arañaban al campo una vida digna. El dinero escaseaba, pero comían caliente y tenían traje de domingo para ir a misa.

Cuando cumplió diez años, el maestro le buscó una beca en un seminario de la capital. Durante la semana no salían del edificio de piedra y barrotes. Solamente los domingos gozaban de dos horas de asueto. En esos momentos de libertad empezó su afán ahorrador: le encantaban las pipas recientes y tostadas de la máquina del tren, pero nunca compró un cucurucho; prefería paladear las de sus compañeros. Sus notas eran muy brillantes y pudo acceder con matrícula gratuita a la Universidad, viviendo como pupilo en una pensión regentada por una viuda y su hija. Fregaba los platos y así la residencia le costaba la mitad. Como la joven heredera casi nunca salía de casa, era limpia y aseada, hizo tilín en el corazón de nuestro afortunado. Cada domingo por la tarde la llevaba al cineclub universitario. Para ello, Avarito se hizo ayudante del proyector y tenía derecho a una entrada gratuita.

Licenciado por la más antigua universidad, nuestro protagonista montó su propia empresa de Arqueología aprovechando las subvenciones oficiales. Alcanzó fama mundial excavando con sus propias manos el famoso Homosaurus de Montesagrado. Ganó mucho dinero y por ello le invitaban a dar conferencias en otras Universidades. Su teoría para tener éxito era gastar la mitad de lo que se necesitaba. Prefería el trabajo al ocio. El primero reportaba dinero, el segundo quedarte sin él. Contaba que había convencido a su esposa para que aplicara la antigua técnica del zurcido invisible a la ropa, adelantándose una década a la moda del reciclaje. El se definía como homo-utilitarista.

Al llegar a la jubilación, tanto esfuerzo sin diversión le había endurecido cuerpo y alma. Su corazón era una piedra. Sacó todo el dinero del banco ya que observaba que cada año le pagaban intereses de 360 días cuando realmente tenía 365 y los bisiestos, uno más. Lo llevó a casa, compró una caja fuerte pero nunca lo dejó allí ya que los ladrones era lo primero que buscarían. En el jardín de su casa, recordando sus tiempos de arqueólogo, excavó con las manos un gran agujero y lo tapaba con un rollo de césped que el mismo había sembrado. Siempre iba solo a pasear por la orilla del rio; esto le gustaba mucho pero temía encontrarse con alguien por aquello de que le leyeran el pensamiento. Nunca dormía plácidamente, se había acostumbrado a tener siempre un ojo abierto como le había dicho su progenitor. Falleció su esposa sin descendencia y sin haberla llevado de viaje de novios. El decía que fueron felices a su manera.

Nunca jugaba a loterías ni quinielas pero la fortuna quiso que un 21 de Diciembre encontrara en su paseo diario un billete de lotería para el día siguiente. Los niños de S. Ildefonso le cantaron el gordo. Avarito no se alegró, un sudor frío lo dejó congelado. Mientras todos los afortunados lo celebraban, él se encerró en casa hasta que la Administración de Lotería decidió su pago. Esos días se le hicieron eternos pero allí estaba el primero para cobrar. Pidió el premio en billetes de cinco euros y los juntó con el resto del dinero. Su vida nada cambió, mantenía su austera vida castellana. En el lecho de muerte, cuando recibía la extremaunción, pidió al cura ser enterrado en su jardín, a cincuenta centímetros de profundidad exactamente.

Como era muy cristiano, fue recibido por San Pedro. El expediente era limpio e inmaculado. No obstante, Avarito le preguntó si para entrar en el cielo cobraban entrada. El primer apóstol extrañado por la pregunta le respondió que no y le permitió pasar. Allí arriba, en el perfecto firmamento, todos estaban felices y contentos. Todos menos uno. Avarito no conseguía dormir por las noches. Soñaba que su cuerpo flotaba sobre el dinero pero su alma se había visto despojada de la merecida fortuna. San Pedro que era muy observador le preguntó por su desdicha. El obediente Avarito le hizo partícipe de su angustia. El Santo, como sabía que entrar en el infierno también era gratis, lo devolvió al jardín donde reposaban sus huesos. Este fue el primer caso de retorno conocido desde que el cielo existe.

En el aniversario del fallecimiento de nuestro protagonista, en plena época de especulación urbanística, toda la ciudad se cubrió de viviendas menos los treinta metros del mencionado jardín. Sin conocer motivo alguno, todos los promotores que lo compraban se arruinaban.

El Ayuntamiento para evitar espacios vacíos, colocó allí una fuente. Después de contratar a muchos ingenieros, nunca logró que el agua brotara por sus caños. El ahorro del apreciado líquido elemento estaba ahora muy bien considerado aunque el vulgo la llame La Fuente Seca.

 


Texto | Chibus
Foto | José C. Lobato «Arias Gonzalo»