El Pequeño Príncipe aterrizó en lo más alto de la meseta. Allí pudo observar que el Rey y sus ciudadanos estaban tristes. La crisis se hacía eterna, los jóvenes se habían marchado a otros reinos. Lejos quedaban los festines de otros tiempos. Desde la atalaya siguió los pasos y pensamientos del Soberano. El monarca se sentía querido por su pueblo pero sus discursos caían en saco roto. Salía a pasear en solitario, y así, pensando en Babia, tropezó con uno de tantos pueblos cuyas viviendas en invierno estaban cerradas a cal y canto. Era la hora del almuerzo, su austero sueldo no daba para llevar dinero ni tarjeta. Abatido, dejó caer su bastón y se sentó en el poyo de una casa de adobe. El ruido hizo asomarse por el cuartón de la puerta a una vieja, que sin reconocerlo, le preguntó si deseaba algo. El monarca simplemente dijo: comer. Fue invitado a entrar en el acto. La casa estaba muy limpia y siguió a la mujer hasta la cocina donde un cocido castellano se hacía lentamente a la lumbre de troncos secos: Sopa de fideos, garbanzos pedrosillanos, chorizo de Salamanca, hueso y tocino de ibérico, relleno de pan, y como extra, una ensalada de lechuga tierna al punto de sal, aceite de oliva y vinagre. Al terminar, el Rey arrebañó el plato con el dedo índice, se lo chupó y se sintió en el reino celestial. La vieja se sintió felizmente satisfecha y pagada. El cocido hizo recobrar el majestuoso espíritu, y con él, poco a poco, el de sus ciudadanos, tanto, que hasta le subieron el sueldo. Desde entonces, el protocolo real permite chuparse los dedos al saborear una excelente comida casera anticrisis.

 


Texto | Chibus
Foto | Petit Prince por Dutchy Doo bajo licencia CC