sanidad

La eliminación de 456 fármacos de la financiación a cargo de la Seguridad Social es un asunto de interés, por los errores que incorpora y por los aciertos que entraña. Entre estos últimos hay que destacar que muchos de los medicamentos excluidos no aportan nada a la salud de las personas y carece de sentido utilizar dinero público para engordar las cuentas de resultados de los respectivos laboratorios farmacéuticos. Un grupo importante de los medicamentos guillotinados por el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud (los responsables de enfrentarse al deterioro cognitivo asociado a la edad, las varices, la psoriasis, el herpes labial, las hemorroides, las dislipemias leves o la ansiedad venial, por ejemplo) no deben ser financiados por la Sanidad Pública por su manifiesta y bien conocida incompetencia en aliviar los sufrimientos de los ciudadanos en las indicaciones aprobadas. La pregunta clave, pues, es ¿por qué razón esos medicamentos eran financiados con cargo al Presupuesto del Estado, desde hace lustros, a sabiendas de su ineficacia?

El proyecto ministerial de recortadura en la financiación pública de la Sanidad con que nos obsequió la Ministra Mato y los responsables autonómicos del tema, ha generado unanimidad en el rechazo de ciudadanos y medios de comunicación. Comparto el rechazo, pero no por las razones aducidas que me parecen poco serias y desinformadas (sufrimiento de los más pobres, agravamiento de enfermedades, desmantelamiento del Estado del Bienestar, etc.). Leyendo el documento descubrimos que los motivos de la exclusión son seis, pero entre ellos destaca sobremanera «por estar indicados en el tratamiento de síntomas menores» (405 de 456 -89%-). De hecho, algunos de los medicamentos desamparados por el dinero público son eficaces en su labor, pero se condenan porque el sufrimiento que evitan no es “suficientemente grande” (laxantes, astringentes, antitusígenos, descongestivos nasales, antiácidos y antiinflamatorios tópicos, por ejemplo) lo cual tiene implicaciones éticas y de equidad. Considerar como variable farmacoeconómica la “magnitud del síntoma afrontado” es innovador (¡país de genios!) y lamentable. Conduce, por ejemplo, a que el Estado persista en su inversión en otros fármacos, mucho más caros, que son inútiles en su indicación como los fármacos de acción lenta en el tratamiento de la osteoartrosis –Condrosán o Xicil, por ejemplo-, pero compiten con ventaja al estar indicados para «síntomas mayores». De la misma manera se emplean antipsicóticos en mayores de 75 años con demencia y antidepresivos IRS en niños en los que están contraindicados o se sustituye la aspirina por clopidogrel, más caro y con peor perfil beneficio-riesgo, para la prevención de eventos isquémicos. La realidad es que la estrategia de selección de los fármacos condenados no se ha basado en criterios científicos, que los hay, sino que ha consistido simplemente en la solicitud de al menos 3 de las comunidades autónomas.

La desfinanciación de medicamentos muy conocidos y utilizados tiene tendencia a desplazar el fármaco proscrito por otro, siempre más caro, para la misma indicación e induce a la automedicación. Desfinanciar medicamentos puede -incluso- no disminuir el gasto sanitario, como se demostró para el caso de Turquía y Francia en 2011 (European Journal of Health Economics).

Por último, la propuesta institucional obvia, o ignora, la desinformación pública que ha generado el abuso persistente de fármacos de medio pelo por parte de los Médicos de Familia asfixiados por la presión de los pacientes para recibir fármacos contra todo lo que se menea (con la inestimable colaboración del lobby farmacéutico). Si se desea realmente mejorar la prescripción de medicamentos en el segundo país del mundo en consumo de medicamentos por persona se deben considerar opciones mucho más potentes. Algunas estrategias podrían ser financiar exclusivamente los medicamentos idóneos para su indicación en base a una efectividad demostrada (¡hay 12.000 presentaciones diferentes de medicamentos a cargo del SNS!), concienciar a la población de que los fármacos curan -pero también matan-, prohibir la promoción comercial en los centros sanitarios o controlar las reuniones de marketing patrocinadas por los laboratorios farmacéuticos camufladas como congresos. También se podría excluir de la acreditación por el SNS a la formación continuada promovida, directa o indirectamente, por la industria farmacéutica y generar un sistema propio, y autónomo, de información sobre medicamentos y terapéuticas promovido por el Sistema Sanitario Público. Las autoridades deberían centrar su celo regulador en actividades de mucha más enjundia, y mayor dificultad, como aplicar normas que eviten conflictos de intereses entre los profesionales de la sanidad pública y las sociedades científicas o la industria farmacéutica, fijar los precios de los medicamentos de manera transparente o primar la investigación de la efectividad de los medicamentos en los humanos una vez que ha sido demostrada su eficacia en condiciones experimentales (ensayos clínicos).

En la era del recorte todo vale; ¡a los políticos que no a los ciudadanos!