Foto Darco TT

La sociedad que yo conozco tiene mucha tendencia a estigmatizar a las personas. Ha sido así en otros tiempos, sigue siéndolo en la actualidad y estoy convencido de que nada cambiará en el futuro. Esa tendencia al desdoro, a la afrenta, al desprestigio, a la ofensa pública parece complacer mucho a los que detectan a personas que, con mayores o menores méritos, la merecen. ¿Cuál es el estigma de los políticos? Todo el mundo está de acuerdo en que la política conjuga a las mil maravillas con la corrupción, el despilfarro, el abuso de autoridad, los privilegios y la ineficiencia en la gestión (de lo que no es suyo). Los políticos, sin duda merecidamente, arrastran un desprecio social unánime por su dejadez, su ventajismo, su incompetencia, su nepotismo y su desvergüenza. El problema es que, al tratarse de un estigma, no admite excepciones. Ello perjudica gravemente a las personas honradas que sienten auténtico interés por lo público y dedican lo mejor de sus capacidades, a veces en perjuicio de su propia familia, a gestionar la cosa pública.

Lo curioso del asunto, sin embargo, no es eso, sino el efecto final que produce una causa tan clara.

Gestores políticos manifiestamente incompetentes como José María Barreda (ex-presidente de una comunidad autónoma) campa a sus anchas, sin ningún rubor, en los medios de comunicación tras provocar una debacle financiera que afecta a 2 millones de personas. Políticos de enjundia, con sospechas judiciales de corrupción, como Francisco Camps vive a las mil maravillas en su retiro dorado tras arruinar a su comunidad autónoma (deuda pública del 11% del PIB y amenaza de suspensión de pagos a los bancos). En estas circunstancias este prohombre fue elegido por mayoría absoluta como el mejor de los ciudadanos de su entorno («el president»). Alfredo Pérez Rubalcaba, célebre hombre de estado y experimentado político, toma las riendas de un partido mayoritario tras pertenecer al gobierno de consecuencias más desastrosas para los ciudadanos de toda la democracia. Felipe Gonzalez, adalid de la izquierda y el compromiso social, tiene la cara dura de dar lecciones a su propio partido después de verse implicado en gravísimos casos de corrupción que llevaron a las mazmorras del estado a ministros y altos cargos.

El estigma social de los políticos es falso. La sociedad no reacciona de manera natural. A nadie en su sano juicio se le ocurriría nombrar delegado del curso al hazmerreir de su promoción, ni nadie aceptaría promover al «Dioni» a la Jefatura del Gobierno de España (creo). ¿Cómo es posible que tanto mangante archiconocido enternezca electoralmente a los votantes una y otra vez? ¿Cómo puede ser que entre 46 millones de personas no haya nada mejor que lo que hay? ¿Cómo podemos explicarnos a nosotros mismos que permitimos que nos gobiernen los que sabemos que gobiernan mal?

Queridos colegas en la ciudadanía, despertemos y apostemos por alternativas a lo existente. Sea quien sea el sustituto de nuestros líderes será difícil que lo haga peor. Seamos coherentes con nuestros pensamientos y ejerzamos nuestro deber de ciudadanos (no todo son derechos).