Para chuparse los dedos

El Pequeño Príncipe aterrizó en lo más alto de la meseta. Allí pudo observar que el Rey y sus ciudadanos estaban tristes. La crisis se hacía eterna, los jóvenes se habían marchado a otros reinos. Lejos quedaban los festines de otros tiempos. Desde la atalaya siguió los pasos y pensamientos del Soberano. El monarca se sentía querido por su pueblo pero sus discursos caían en saco roto. Salía a pasear en solitario, y así, pensando en Babia, tropezó con uno de tantos pueblos cuyas viviendas en invierno estaban cerradas a cal y canto. Era la hora del almuerzo, su austero sueldo no daba para llevar dinero ni tarjeta. Abatido, dejó caer su bastón y se sentó en el poyo de una casa de adobe.

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